Queramos o no, seamos conscientes o no… tenemos un impacto indudable en nuestros hijos, es imposible no tenerlo. ¿Vale la pena tomar consciencia y decidir responsablemente qué impacto quiero tener con mis hijos? ¿Nuestros hijos se merecen que nos preparemos para dar lo mejor de nosotros mismos como padres y madres? ¿Queremos aprovechar la oportunidad de ser padre o madre para crecer como personas?
En un ambiente familiar de reproche continuo, aprendemos sin saberlo a condenarlo todo. Si de niños, día tras día, se nos hace continua represión por los fallos que necesariamente cometemos aparecen llagas permanentes que hacen que cualquier roce nos incite, nos duela y dificulte discernir entre lo bueno y lo malo, lo grande y lo pequeño llevándonos a la generalización de condenarlo todo.
El virus se nos mete en una temprana edad en la que todavía no tenemos la capacidad racional para calibrar los juicios oportunos, desproporcionados e infundados de nuestros padres. Al crecer y hacernos adultos, el inconsciente “nos puede” y “devolvemos” lo recibido en forma de crítica improductiva y destructiva. Esta condena generalizada cierra el diálogo e impide que aprendamos de los errores necesarios para llegar a conocer y dominar las cosas.
En un ambiente familiar de continua hostilidad, gritos y amenazas, aprendemos sin saberlo a hostigar todo y a todos. La agresión psicológica constante es tierra de cultivo para el resentimiento, el odio, la rebeldía y el temor, por ser una fuente constante de desequilibrio psíquico.
En tal contexto aprendemos que el temor que podamos provocar a los otros es la vía para alcanzar nuestros propósitos y si llegamos a ostentar un puesto de poder puede convertirse incluso en cinismo.
Pasamos de fieras acorraladas a fieras que acorralan, revanchismo puro y duro, lejos del diálogo constructivo y del sentido comunitario.
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